Algunas reflexiones en torno a los escraches y a la violencia de género en el rock.

El ídolo es más que un músico que “nos gusta”. Alrededor suyo construimos un altar personal, muy difícil de desarticular, aunque quisiéramos. La devoción va más allá de su música y a menudo sentimos la necesidad de defenderlos, aún si se los critica por conductas poco relacionadas a su obra artística. Varios arrastran alguno desde la adolescencia, la etapa ideal para generar amores y odios, tan profundos como contradictorios.

A principios de este mes, mientras todos corrían detrás del dólar que no paraba de subir, un usuario de Facebook colgó un meme en el grupo “Pez Para Todos” que llevaba diferentes frases, en recuadros apilados. El primero de ellos decía: “Nunca existió la supuesta víctima”, el segundo: “Bueno, existió, pero no hubo relación sexual”, luego: “OK, hubo sexo, pero fue consentida”, y así hasta llegar a: “¿Franco? ¿Quién es Franco?”.

La imagen compartida pertenecía a la página “Memes de Pez”, administrada por seguidores de la banda. Ahora, lo primero que aparece en la página es un mensaje corto, conciso y doloroso, dirigido exclusivamente a los entendidos: “No tengo nada que ver con tu idea del consentimiento”.

Una denuncia anónima circuló a fines de abril contra Franco Salvador, el baterista de Pez, donde se lo acusó de haber abusado de una chica en estado de inconciencia, en la gira Patagónica que realizó la banda en 2017. En un comunicado publicado en su página de Facebook oficial, el grupo desconoció por completo la existencia del hecho y aclararon: “Tampoco hubo relación sexual, ni consentida ni no consentida”. “Relación sexual sin consentimiento es abuso. Al que escribió esto no le importa si hay consentimiento”, advirtió un fan. “Me rompieron el corazón. Su música salvó mi vida y al final son unos machirulos igual que todos”, comentó otra.

Días después de la primera denuncia, circuló otra, también anónima, en donde se relataba una situación que habría sucedido en el año 2012 y que involucraba no sólo al baterista sino también al cantante, Ariel Minimal. Semanas más tarde, la banda dio una entrevista a la revista Rolling Stone, donde Salvador rectificó su versión: “Los hechos, de la manera en la que están narrados, no tienen absolutamente nada que ver con la realidad”. Minimal, por su lado, explicó: “Claramente existió la escena. Puedo reconocer el escenario, pero no el guión”.

Muchos seguidores de Pez sacaron sus fotos de perfil alusivas a la banda. En los foros compartidos y en los grupos de WhatsApp se preguntaron qué hacer con su tatuaje, con la discografía completa que tienen en sus bibliotecas, con la angustia de ver a sus ídolos escrachados y puestos en el lugar de humanos que violentan, que dañan, que se equivocan.

El escrache, si bien no es una herramienta de denuncia nueva, es un fenómeno propio de esta época digital, donde la información circula en cuestión de segundos. Se presenta como una bomba que puede estallar en cualquier ámbito y llevarse varias cosas puestas. Pasa en la alfombra roja de Hollywood y pasa en la escuela secundaria del barrio. Cada conflicto tiene una repercusión diferente y características particulares, claro está. Pero la amargura es la misma para todos y todas.

La cuarta ola del feminismo -es decir, la actual- viene con todo e impone agenda, debates y polémicas, que hasta hace 10 años no teníamos ni en vistas. Toda ruptura de etapa conlleva un duelo, dirían los y las psicoanalistas. ¿Qué hacer, entonces, con todo ese amor invertido en el ídolo? ¿En qué o en quién creer?

 

Cambiar de amores

Los escraches incomodan porque son un baldazo de agua fría. Nos hacen entender, a la fuerza, dos cosas: primero, que son muchas las que ya no tienen ganas de callarse ni tolerar ninguna violencia –ni siquiera las que están más naturalizadas y desestimadas en su gravedad-. Y segundo, que todavía no hay justicia plena para la mayoría de las víctimas de la violencia de género por las vías institucionales.

Lo vimos cuando la banda Utopians apartó a Gustavo Fiocchi, su guitarrista, lo vimos con Cristian Aldana, cantante de El otro yo, lo vimos con Miguel del Pópolo, cantante de La ola que quería ser chau, todos casos que iniciaron con denuncias en las redes y terminaron con procesos judiciales. Y lo veremos mientras las actitudes machistas sean la regla y mientras las mujeres deban seguir recurriendo a la denuncia pública para estar acompañadas, advertir a otras y quebrar la impunidad.

¿Por qué pensar que no hay justicia plena y formal para muchas mujeres? Esa es una problemática que da mucho para debatir y analizar, pero podemos ubicar sus principales factores. Las comisarías muchas veces se niegan a tomar denuncias de violencia de género o las desestiman. Denunciar un abuso que no deja moretones ni marcas es complicado porque las pruebas físicas son las priorizadas por la Justicia.

Si lo que se pretende denunciar es violencia psicológica o una violación que hubiera ocurrido hace años, meses o semanas atrás -porque, recordemos, estos crímenes nunca prescriben-, las herramientas de las víctimas son prácticamente nulas. Y, todo esto, sin nombrar la falta de perspectiva de género de muchos jueces y funcionarios en general, “detalle” que a veces define cosas tan delicadas como si una violación va a ser condenada o absuelta.

No se trata de exigir a las denunciantes pruebas fehacientes, cuales jueces, o de obligarlas a identificarse o dar testimonio ante la Justicia. Quien estuvo en el lugar de la víctima entenderá lo difícil que es exponerse al amedrentamiento público o a los procesos legales interminables y revictimizantes, que muchas veces no llegan a ningún lado. Y quien no estuvo ahí, puede aprovechar este momento para ejercitar la empatía.

Que las silenciadas de siempre tengan hoy una vía de defensa y denuncia, es un acto de justicia. Ahora, al feminismo -organizado o no- le toca analizar los alcances y las limitaciones del escrache, que, como toda iniciativa desarticulada y espontánea, puede derivar en escenarios contraproducentes a los fines mismos del movimiento: el cambio social a través de la educación, no a través del punitivismo. Pero debe ser el feminismo quien encare la discusión, no los acusados ni los agresores.

“La revolución consiste en cambiar de amores”, escribió la periodista María Moreno. Pues bien, podemos elegir despotricar contra las denunciantes anónimas o podemos elegir repensarnos y repensar nuestra relación con los ídolos. Después de todo, no son ellos los vulnerados ni los indefensos. Matar al macho es, también, matar al ídolo. Hagamos que el rock sea revolucionario otra vez.