Julieta Pajón tiene 22 años, es actriz, militante y feminista. Hace poco menos de dos años, la violaron en Morón después de asaltarla. Hoy se para bajo los reflectores de un escenario o habla frente a sus compañeras y compañeros con un mismo mensaje: el feminismo es justicia social.

Se ubicó en el centro de un escenario con fondo negro e iluminado por una luz mortecina. Llevaba una máscara blanca sobre su rostro, de esas que sirven para “quitar la identidad, para que no se distinga quién va debajo, si es un hombre o una mujer”, describió más tarde. Una bolsa de consorcio le cubría la cabeza, caía sobre sus hombros como una capa y se cerraba sobre el pecho, lo que daba la sensación de estar frente a una cara blanca que levitaba en el espacio.

“¿Yo? No soy la mujer de la bolsa. Por eso estoy acá”, enunció con la mirada fija en un horizonte que solo ella veía, y que quedaba más allá del escaso público conformado por sus compañeras y compañeros de la Escuela de Teatro de Morón. Recitaba un monólogo basado en el poema Que la rabia nos valga, de Miss Bolivia, que ya había interpretado en otra ocasión, pero con fichas de dominó. “Cada pieza que iba poniendo, era una mujer. Que no era yo, no eran las que estamos, sino las que cayeron”.

Julieta tiene 22 años, es actriz y militante feminista de la organización política Juventud Peronista Descamisados. Vivió en Morón toda su vida y hace unos me ses fue electa congresal del Partido Justicialista de su distrito. Sonríe cuando admite que los espacios en los que se maneja a diario están repletos de mujeres y habla de la sororidad, la hermandad entre mujeres, como un estilo de vida.

Hace más de un año, todas sus producciones artísticas y su quehacer político se volcaron hacia un mismo lugar: el feminismo. Porque su mayor deseo es que nadie vuelva a pasar por lo mismo que ella pasó hace casi dos años, cuando un hombre la violó tras asaltarla a pocas cuadras del centro de Morón.

No me quedé ahí. Me apoyé en mis compañeras artistas, en mis compañeras militantes y tuve un crecimiento abismal como persona”.  

ILUSTRACIÓN: NAÓMI MORAN

El robo

El 29 de julio del 2016, Julieta volvía de su jornada de trabajo en un call center del Ministerio de Energía y Minería que funcionaba en la Universidad Nacional de La Matanza. Eran las 14.30 horas cuando en la esquina de Calfucurá y Larrea, a escasas cuadras de su casa, un motoquero de unos 35 años, de contextura delgada y 1.70 metros de altura, con casco negro y mochila negra de Adidas la abordó.

Tras robarle el celular y la billetera, la subió a su moto. La llevó a un lugar que al día de hoy no puede precisar con exactitud, pero que era un rincón poco transitado en la zona del Parque Industrial La Cantábrica. La agresión sexual transcurrió en ese lugar, tomó fotos de Julieta con el celular robado y la amenazó con subirlas a las redes si ella lo denunciaba. El hombre jamás se quitó el casco para evitar ser reconocido y lo que la chica recuerda de su cara es sólo un par de ojos marrones.

Una vez que el agresor se retiró, pidió ayuda a un vecino que estacionaba su auto a pocos metros de donde había sucedido todo. Su padre y la policía fueron a buscarla y radicó ese mismo día una denuncia en la Comisaría de Mujer de Morón.

La investigación que vino después no llevó a ningún lado. Al no haber testigos ni haber podido registrar la patente de la moto, la única posibilidad que quedaba para identificar al violador eran las grabaciones de las cámaras de seguridad que están instaladas en las calles de Morón.

“Unos policías tocaron el timbre de mi casa ese mismo día a las 10 de la noche para ofrecernos ver las grabaciones. Las vacunas que me habían dado en la salita (como parte del procedimiento de atención a víctimas de violaciones) me descompusieron mucho, por lo que los efectivos se ofrecieron a volver en dos días. No volvieron, entonces mis papás fueron a la comisaría. Pero no les permitieron ver las filmaciones porque nos exigieron ir con un pedido de la Unidad Fiscal N° 3”, ante la cual se tramitó su causa.

La Fiscalía realizó dos pedidos al Municipio, uno en septiembre y otro en octubre, para los cuales no tuvo respuesta. “En noviembre recién contestó el Municipio, diciendo que las cámaras de seguridad no estaban activadas. A los dos días archivaron la causa por falta de pruebas”.

Otra mujer denunció un hecho de violencia que había vivido en Morón poco antes que Julieta y que repetía el mismo patrón. En base a su causa, la Justicia había llegado a allanar la casa de un sospechoso, pero al no encontrar allí pruebas que lo ligaran con el delito, su expediente también murió en el archivo. De la misma manera, con el correr de los meses, llegaron a Julieta historias de dos chicas que habían sufrido abusos en la vía pública, muy parecidos al suyo y en zonas cercanas, pero que no habían radicado la denuncia, por lo cual, tampoco había existido una investigación al respecto.

“Cada una trabaja la violencia de la manera que puede y que más le sirve. Algunas no pueden hacer la denuncia, a algunas les sirve la contención de la familia, de los amigos. Muchas veces las mujeres son tratadas de mentirosas cuando denuncian o saben que van a enfrentar procesos judiciales inservibles o interminables”, opinó Julieta.

Vivir después de la violencia

“En sus inicios, el teatro estaba prohibido para las mujeres. Tanto para verlo como para actuar. En una época, ser actriz era sinónimo de puta. Mirala a Evita”, analiza Julieta mientras, de a ratos, mira la pantalla del celular para contar la cantidad de mensajes que está dejando sin leer. Lo bloquea y vuelve a vibrar. “Esto siempre es así”, dice mientras se ríe y lo empuja hacia la otra punta de la mesa.

Desde que es la responsable frente a sus compañeros de militancia y tiene una participación activa en el Partido Justicialista, tiene una vida agitada, pero “finalmente hago lo que yo quiero hacer”, admite. “Antes, en el 2016, estudiaba teatro y militaba, pero no ponía energías en eso, simplemente cumplía. Siento que me empoderé. Dejé de depender de que otros me dieran el OK para hacer cosas y por eso crecí”.

Una semana después de la agresión, Julieta entró por primera vez en el local de ventanales amplios y construcción colonial de Mendoza al 289, donde funciona el Centro Vivir sin Violencia. No sabía bien qué hacer ni a dónde acudir, sentía que todas las instancias se le habían agotado. Su estabilidad laboral pendía de un hilo porque corrían rumores de un recorte estructural de personal, lo que profundizaba su incertidumbre; y efectivamente fue despedida del call center de Minería y Energía en septiembre.

Sus compañeras de militancia la empujaron a reunirse con otras activistas y así decidió acudir al centro, dependiente de la Municipalidad de Morón y que contaba con un equipo interdisciplinario de psicólogas, abogadas y trabajadoras sociales.

Se inauguró en el año 2005 y hasta el 2016 atendía alrededor de 1000 mujeres al año, víctimas de situaciones de violencia, aunque en el último año el promedio aumentó porque ampliaron la franja horaria de atención: de 8 a 20 horas. Actualmente, llegan 120 mujeres por mes y desde diferentes lugares: derivadas por el Poder Judicial, la Comisaría de la Mujer, las Unidades de Gestión Comunitaria (instituciones descentralizadas de la municipalidad), por la línea telefónica gratuita de atención a víctimas del 144 o por cuenta propia. Julieta llegó así, por su cuenta y aconsejada por sus compañeras porque ninguna institución la derivó.

Julieta reconoce que después de iniciar terapia, por recomendación del centro, comenzó un camino diferente. “El año pasado pude sacar todo lo que me pasó hacia afuera y todas mis obras pasaron a tocar las temáticas del feminismo. Con mis compañeras de la militancia, empezamos a debatir más porque surgía. Entendí que el abuso fue un hecho de violencia que viví, quizás el más fuerte, pero no el único. Porque estamos expuestas a la violencia siempre”.

Para ella, los talleres de formación en género, la contención y el acompañamiento a chicas que vivieron la violencia en carne propia vinieron de la mano de producciones de teatro feministas, tales como una puesta en escena de “la basura del patriarcado”: una bolsa hecha vestido, una esponja de cocina vieja, un peine roto y otros objetos “de mujeres” colgados de tachos de basura del centro comercial para referenciar el rol que la sociedad le da al género femenino.

“Siempre tuve una postura asumida y me cuestionaba cosas, lo único diferente era que no me consideraba feminista. Por ahí, ahora digo ‘el mes pasado no era tan feminista como ahora´ y el mes próximo digo lo mismo. Siempre soy más feminista que antes porque cada día estoy más segura de las discusiones y entiendo más la violencia”.

Una historia en miles

Entre el 2014 y 2015 la Justicia de Morón detuvo a 100 varones y se tramitaron 304 causas por abuso sexual en el municipio. En el distrito hay dos fiscalías especializadas en violencia familiar, de género y maltrato infantil, la número 10 y la 11. Para el año 2016, la 10 recibía alrededor de 20 denuncias por día por violencia de género. “Desde que se hizo más conocida la Ley Provincial de Violencia Familiar, la mayoría de las denuncias que tramitamos son de violencia. El incremento fue muy notorio”, aseguran desde el Juzgado Familiar N° 3 de Morón, cuyos casos de violencia aumentaron un 10% entre el 2016 y 2017 (de 2127 a 2350) y ya tramitan 682 causas en lo que va del 2018.

La violencia hacia las mujeres se refleja en las estadísticas y en las marcas que quedan en los cuerpos y en las vidas de las pibas. Lo que le pasó a Julieta Pajón no es un caso aislado. Pero ella no es la mujer de la bolsa. Porque ella está viva. Porque el arte y la militancia feminista le sirvieron de refugio, de espacio de lucha y de denuncia, para acompañar y fortalecerse con otras.

Mónologo basado en Que la rabia nos valga, poema de Miss Bolivia, interpretado por Julieta Pajón.

 

El show debe seguir. La luz sigue baja y la habitación, en completo silencio. Toda la atención –y la tensión- está puesta en su monólogo y en los movimientos de su cuerpo. Julieta se quita la máscara blanca que neutralizaba su identidad, se arranca del cuerpo la bolsa de consorcio y la deja a un costado. Se detiene unos instantes y frente a los ojos que la miran fijo, dice: “Nosotras, con lágrimas en los ojos y el cuerpo en situación de guerra, nosotras decimos BASTA”.